Por Cristóbal Mardones, Periodista, Coordinador de Somos
En una conversación surgió el concepto de “emocracia”, mencionado por algún experto cuyo nombre no recuerdo. Aunque probablemente no esté definido formalmente, es una palabra clave para describir lo que se vive actualmente en las sociedades occidentales.
Es, sin duda, un resultado de la utilización de la posverdad como herramienta para deslegitimar procesos populares. En este contexto, la mentira amplificada por los medios se convirtió no solo en un recurso político, sino en un hábito que ha distorsionado incluso la realidad cotidiana, aun cuando esta sea evidente.
De un momento a otro, la libertad de expresión se transformó en un espacio donde cualquiera puede decir cualquier cosa, sin temor a ser refutado, bajo la premisa de que toda opinión merece respeto. Así, regresamos a tiempos cavernarios, donde se discuten absurdos como si la Tierra es plana o si Obama es pariente de Osama. Chile no estuvo exento de esta dinámica: durante el proceso constituyente se escucharon disparates como el supuesto aborto a los 9 meses, la expropiación de la segunda casa, entre otras frases provenientes de personajes supuestamente respetables.
Este ejercicio de afirmar cualquier cosa, apelando a una libertad de opinión mal entendida, ha permitido que emerjan figuras públicas con una suerte de «incontinencia verbal», que hoy se han convertido en líderes influyentes, a menudo asociados con una derecha de tintes autoritarios y fascistas.
Sin embargo, en el extremo opuesto, también se ha priorizado la sensibilidad como concepto social en sí mismo, relegando el análisis de fondo. De este modo, dejamos de debatir sobre los problemas estructurales y quedamos atrapados en discusiones superficiales sobre la forma.
Esto ha construido una sociedad donde la realidad tangible se percibe como algo abstracto, sujeto a las interpretaciones personales. La verdad, entonces, se convierte en un accesorio del marco de pensamiento de cada individuo. Todo lo que no encaja con las emociones o creencias de alguien es desechado como falso, dando lugar a individuos atrapados en narrativas culturales impuestas por la televisión o por quienquiera que logre captar su atención, sin desarrollar un espíritu crítico.
En esta democracia absolutamente representativa, la «incontinencia verbal» está de moda, y terminamos dirigidos por quienes son capaces de generar emociones constantes, sin importar si lo que dicen tiene sustento o si es cierto. Lo importante no es la verdad, sino si logran provocar un sentimiento que reafirme las percepciones de los oyentes, incluso cuando esas ideas van en contra de sus propios intereses.
Para la derecha más reaccionaria, esta dinámica resulta cómoda, pues les permite expresar ideas que antes habrían sido políticamente inaceptables y altos tonos de agresividad. Así, tenemos casos como el de Bolsonaro, apoyado por movimientos ecologistas pese a gobernar con la Amazonía en llamas; Milei, cuya «lucha contra la casta» terminó apuntando a los jubilados y no a las élites; o Trump, quien obtuvo el voto de migrantes a pesar de su agenda antiinmigrante.
Es urgente que los espacios políticos, sociales y barriales vuelvan a ser lugares de discusión y formación, donde se cultive el espíritu crítico. Solo así podremos construir un pueblo que no se deje llevar únicamente por las emociones, sino que tome decisiones basadas en una lógica «sentipensante».